He decidido expresar en estas líneas mi experiencia durante un par de años, 2020 al 2022 teniendo convivencias por cuatro horas aproximadamente tres veces a la semana, con chicos jóvenes que se encontraban ingresados en un Anexo, casa para rehabilitación.
Me acerqué a ese lugar para conocer, para aprender y para tratar de aportar algo de mí, aunque sólo fuera acompañar y escuchar.
Nunca había estado con un adicto, no estoy etiquetando, trato de resaltar el adjetivo calificativo porque guarda dolor, abandono, incomprensión, muerte, despojo y mucho más.
Mis convivencias con ellos comenzaban a media mañana y se extendían hasta la tardecita, lo que me enseñaron nunca pensé que pudiera ocurrir, pues estaba con personas a las cuales la sociedad rechaza, personas sumamente vulnerables, algunos de ellos sin familia, sin un hoy y quizá hasta sin un mañana.
Compartí comidas, juegos, dinámicas, partidos de fútbol con un balón que seguramente había participado en muchísimos juegos, en un campo, cancha, que era de tierra, muchísimas risas pero también lágrimas, vestía casi igual que ellos un pantalón deportivo gastado, una camiseta muy usada y unas crocs que sólo eran una réplica de aquéllas, pensaban que yo había sido adicta y que me había rehabilitado, en ningún momento les hice saber que no era así, preferí que creyeran que se podía estar limpio y vivir libre y feliz tal como ellos me veían.
Hubo momentos muy fuertes donde ellos me manifestaron sentirse atrapados por el querer salir de la adicción y no querer volver a las calles, al abandono total y por otro lado, saber que si se rehabilitaban era muy difícil tener un trabajo, una familia, una vida.
Había compañerismo dentro del anexo, los chicos que estaban “bien” tomaban de la mano a los que ya tenían sus capacidades limitadas, para que participaran en las dinámicas, había negación, había duelo, miradas perdidas, vacías y había un pequeño rayito de esperanza.
Vi jóvenes irse sin terminar la rehabilitación, los vi desmoronarse al no saber como seguir y para que seguir, también hubo quien se fue y regresó en las mismas condiciones en las que había ingresado anteriormente, presencié ceremonias alusivas al fin “exitoso” del tratamiento, tuve convivencias sabatinas con personas cercanas a alguno de los chicos y los que llaman sus padrinos.
Participé, aprendí, conocí, crecí mucho en lo personal y tengo la certeza de que aporté más de lo que imaginé al ingresar, sé que acaricié unas cuantas almas dañadas, que brindé cariño, comprensión y sobre todo mucha empatía.
Resultó sumamente difícil para mí cuando el Anexo desapareció de un día para otro, se habían ido sin más, las personas que lo dirigían así lo habían decidido, dejándome un montón de preguntas sin respuestas y un gran vacío, de esos difíciles de cubrir, de mis chicos ya no volví a saber.
Todo lo que comparto en estas líneas es una experiencia, que como lo comenté, me aportó muchísimo, sería muy egoísta si nada más cerrara ese capítulo así.
Ignoraba como era realmente la vida de las personas adictas, cómo muchos tal vez y lamentablemente, crecí con la idea de que son un peligro y mal ejemplo para la sociedad, si se los ve en la calle hay que poco menos que huir, alejarse lo más que se pueda.
Sin saberlo convivimos con los narcotraficantes, compartimos restaurantes, viajes, centros comerciales y quien sabe cuánto más, con la diferencia que ellos son los que tienen en sus manos la vida de esas personas a las que vemos como un peligro y un mal ejemplo para nuestros hijos, no vaya a suceder que induzcan a nuestros seres queridos a la adicción, un horror, pero de los primeros ni nos percatamos y están entre nosotros.
Estigmatizar nos resulta fácil, es adicto, entender y estirar una mano muy difícil.
Entiendo, no se puede hacer nada cuando el otro no quiere, lamentablemente la mayoría de esos adictos no tienen otra opción más que seguir en ese submundo, no todos son de buenas familias que por no avergonzarse de tener un adicto entre ellos buscan como tapar el sol con un dedo.
Se les teme, pueden llegar a matar para conseguir dinero para su adicción, creo que la mayoría lo tenemos claro.
¿Por qué no nos preocupa de igual forma quien anda manejando y mandando mensajes por su celular? Nuestra atención al riesgo está enfocada a otro tipo de adicción, pero ¿hasta cuándo se permitirá la adicción a los teléfonos celulares? Debemos abrir el abanico de las adicciones, no sólo considerar las que nos hacen ver mal ante la sociedad.
Todas las adicciones son malas, no se puede elegir, aceptar y justificar ninguna.
No consideramos adicción y menos que es nociva para la salud y pone en riesgo a otros, adicción al celular, empecemos por soltarlo poco a poco, ¿no se puede? entonces, ¿por qué resulta tan fácil decir que el adicto a la cocaína no la deja porque no tiene voluntad?
Estas líneas que escribí, más que realizar un trabajo para el diplomado, para mí son una forma de agradecer a todos esos chicos del Anexo, que me enseñaron entre tantas otras cosas, como sobrevivir al mal.
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