Durante más de 2 décadas dediqué mis días a ser maestra a nivel básico y tuve la oportunidad de trabajar con niños y niñas de todas las edades, desde preescolar hasta primaria. Cada año una nueva aventura y cada año un nuevo reto.
La ilusión de saber qué grupo me iba a tocar, de leer los nombres de mis futuros alumnos y alumnas en las listas, decorar mi salón, hacer nuevo material didáctico acorde a las necesidades del programa académico en cuestión… en fin.
Cuando llegaba el tan esperado primer día de clases y las emociones se apoderaban de todos nosotros. A mí me encantaba ponerle rostro a cada uno de los nombres de la lista y ver cómo se acercaban a mí los niños y niñas a entregarme su material y a saludar a amigos y amigas de ciclos anteriores. Pero de las cosas más increíbles, era el ver la cara de los niños o niñas de nuevo ingreso, que se presentaban ante un grupo ya conformado y que tenían que hacer un esfuerzo extra por encajar desde el primer día, y de cómo los niños los aceptaban con familiaridad.
Cuando hablo de emociones, también me refiero a esos pequeños a los que les costaba trabajo separarse de mamá en la puerta del Kinder, y que la mamá generalmente se quedaba en la reja con cara de angustia viendo como su pequeño o pequeña entraba a veces con llanto moderado y otras veces no tanto, pero al cerrarse las puertas y al ver a sus amigos, se les olvidaba mamá… hasta el siguiente día donde la escena se volvía a repetir… hasta que un día, mágicamente, el pequeño volteaba a ver la mamá y con una sonrisa le decía… adiós mami… muchas veces la cara de mamá seguía mostrando angustia, pero esta vez por darse cuenta que su pequeño ya no la necesitaba tanto.
Las emociones se viven en todos los niveles: niños, padres de familia y profesores. Así de mágico y maravilloso es el mundo dentro de un colegio.
Durante varios años esta historia se repetía y se repetía. Hasta que un día de marzo de 2020, los salones apagaron sus luces y las familias se quedaron en casa, esperando que esto pasara en unos 15 días… pero eso no fue así.
Las noticias en la televisión eran cada vez más crudas y dolorosas, el número de víctimas por COVID-19 crecía de manera vertiginosa y nuestros pequeños solo entendían que, por alguna razón poderosa no debían salir de sus casas ni podían regresar a sus escuelas, ni ver a sus amigos y maestras hasta nuevo aviso.
Así conocimos la educación a distancia. Las maestras tuvimos que abrir nuestros hogares para recibir, no solo al niño, sino al perro, a los papás, a los abuelos, a la señora que hace la limpieza, etc. Fuimos observados (y muchas veces juzgados) por todo el mundo. Tuvimos que aprender nuevas formas de enseñar, programas de computación que jamás habíamos utilizado, hacer presentaciones y a compartir pantalla, a llevar nuestra tolerancia a límites extra-humanos para repetir 500 veces en una clase “Fulanito por favor apaga tu micrófono” o “Sutanito prende tu cámara”… pero ¡sobrevivimos! (o al menos eso creíamos)
Después de 3 años tras un monitor, a mediados del mes de junio, regresamos de manera presencial algunos y otros desde casa, todos usando un cubrebocas que en el caso de los más pequeños les cubría más de la mitad de la cara. Esa modalidad que denominaron híbrida, generó una nueva manera de enseñar… las maestras tuvimos que atener a algunos en el aula y a otros a través de la computadora. Las jornadas era agotadoras, y por lo menos yo sentía que no atendía bien ni a los unos ni a los otros.
Pero todo pasó y para el ciclo escolar 2022-2023 se abrieron de par en par las puertas de los colegios, y parecía que ya todo volvería a la normalidad, o por lo menos eso fue lo que ilusamente creímos.
Con lo que nos encontramos fue todo un reto, niños con una gran carga emocional de los padres, quienes en muchos casos les pedían que se pusieran gel cada 5 minutos, niños que, aunque ya estaba permitido el no uso del tapabocas, no se lo quitaban ni para comer, otros con un terrible rezago académico y muchos otros pequeños con problemas en su expresión y socialización.
Y sumado a todos estos retos, las maestras nos enfrentamos a familias temerosas, o a padres de familia que pensaban que ellos podrían hacer nuestro trabajo mejor que nosotros porque ya nos habían observado durante la pandemia, padres y madres que buscan mil razones para justificar las conductas no deseadas de sus hijos, amenazas de demandas, hasta poner en evidencia a las maestras en redes sociales.
El fenómeno postpandemia ha alcanzado a este gremio y le ha pegado durísimo, tanto que muchas maestras que llevaban años trabajando en escuelas, y me incluyo entre ellas, decidieron dedicarse a otra cosa.
Conozco excelentes maestras que ahora venden casas, hacen pasteles, venden seguros, etc. Muchas también aprovecharon los conocimientos adquiridos durante la pandemia para abrir sus propias burbujas o que trabajan en la educación a distancia. Y cuando les pregunto si regresarían a un colegio la respuesta es siempre la misma… categóricamente NO.
Esto solo me hace pensar que somos una especie en peligro de extinción, y que solo sobrevivirán las más fuertes y valientes. Tristemente llego a la conclusión de que, si las cosas no se modifican pronto, podríamos enfrentarnos a una “crisis” en el sistema educativo por falta de maestras. Creo que es necesario regresar ese papel fundamental a las maestras, dejarlas hacer lo que hacen con tanto amor y ensalzar su labor, pues son ellas las que están formando al futuro de la humanidad.
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