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Redes, pandemia y psicología

 

Por Juan José Martínez Salazar

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Por Juan José Martínez Salazar

RESUMEN

En el presente texto abordaremos la cuestión de las afectaciones psicológicas que ha causado el uso de las redes durante la pandemia y el papel que el psicólogo debe tener antes esta situación de crisis.

 

El problema que vamos a abordar corre el peligro de ser considerado un falso problema, o cuando menos uno insoluble. Trataremos de mostrar su importancia y sus peligros. Para ello comenzaremos planteando la interrogante acerca de la necesidad o necesidades que han dado lugar a las medidas disciplinarias implementadas en la presente contingencia y que en nuestra opinión van más allá de la situación de emergencia sanitaria. En primer lugar afirmamos que la vigilancia, más que un resultado, es un síntoma del estado de nuestra época. Consideramos que su expresión más clara y fácil de visualizar son las redes sociales y su uso, sin dejar de lado incluye también otros ámbitos y aspectos de la vida cotidiana, que van desde la credencialización y los continuos registros que lleva a cabo el gobierno de la información personal.

Nos encontramos de entrada con una serie de ideas que han sido naturalizadas y reforzadas por la situación actual y que a su vez le dan sustento discursivo. La ideología, en palabras de Silva (1986), “…ha consistido hasta ahora en justificar y preservar el orden material de las distintas formaciones económico sociales en sus diversas manifestaciones históricas.” Esta sociedad en la que nos encontramos, se había reproducido de una manera que nos parecía natural, normal y de repente cambió sin darnos tiempo de reflexionar y adaptarnos. El contexto de la nueva normalidad se nos impuso y la guillotina del virus nos obligó a todos hacer lo poco que podíamos para mantenernos con vida, topándonos entonces con los límites no sólo de nuestra propia mortalidad sino de este contexto disciplinario y vigilante en el que hasta entonces habíamos vivido sin percatarnos.

El mundo cambió de manera desconcertante: “…lo que hemos conocido como normalidad ya no se corresponde con lo que estamos viviendo y con lo que en un futuro no muy lejano vamos a vivir. Esta nueva normalidad trae consigo numerosos cambios, unos cambios que de manera más o menos precipitada, mejor o peor, más acorde o menos con la opinión pública, ya se están desarrollando y otros que esperan el pistoletazo de salida para ponerse en marcha. No sabemos qué va a ocurrir ni cuántos días vamos a seguir confinados por el estado de alarma, ni qué va a ser de nosotros y de nuestros seres más queridos.” (Corres-Medrano, 2020)

Quienes primero han resentido el efecto son los integrantes de los grupos que ya eran socialmente vulnerables y con esto no nos referimos a las minorías que la ideología nos ha ido planteando como objeto de acciones afirmativas, sino a aquellas personas que por su situación material y económica no estaban en condiciones de afrontar esta crisis, y para las cuales el dilema era o morir de enfermedad o morir de hambre. No abordaremos aquí la angustia clasemediera que, pese a ser igual de vulnerable a la enfermedad, siempre tiene mayores posibilidades de salir adelante. Nos referimos a quienes han padecido la crisis en sus propios cuerpos y los de sus familiares.

Ellos han sido las principales víctimas de la situación actual. Hemos visto cómo, aprovechando la precariedad de la existencia, el sistema se centró en acrecentar su dominio y la acumulación de bienes de manera que en este momento parece inevitable y que sólo podemos esperar que en el futuro no sea irreversible.

Somos conscientes de que afirmar en este contexto que el control es una ideología puede parecer temerario, dadas las circunstancias de emergencia que vivimos. Sin embargo lo es, y para esto basta con ver cómo está siendo implementada de manera casi disparatada la idea de que la vigilancia y el control son lo mejor para todos. Con esto no pretendemos restarle realidad al hecho, sino recalcar que la pandemia ha sido utilizada para provocar un miedo completo y apabullante, algo que sólo se había intentado y sin tanto éxito en las peores dictaduras de las que tenemos recuerdo. Pues es bien sabido que el miedo es uno de los móviles más poderosos para movilizar y manejar a una sociedad. En este caso, del miedo subliminal, del miedo inconsciente, de ese miedo que teníamos de manera permanente, por ejemplo, a la inseguridad laboral, a la inseguridad ante la delincuencia, a la inseguridad ante el futuro y que se expresaba como ansiedad e incluso en una sintomatología más amplia, hemos pasado a un miedo abierto, un miedo que nos dice del peligro de nuestra propia corporalidad.

Afirmamos aquí que ese miedo, aunque lo parezca, no es natural a pesar de estar vinculado a la muerte. Creemos que es real, pero que ha sido acentuado por el manejo perverso de la información, que va desde la mera presentación de las estadísticas hasta la descripción del proceso agónico en que se ve envuelto quien se contagia. Un miedo que ha hecho de la masa una materia fácilmente manejable, presa de la indefensión aprendida. Un miedo ante el cual la opción del suicidio parece justificada como salida expedita al problema.

Lo que queremos plantear en este ejercicio es la idea de que vivíamos ya en una sociedad enferma y que lo ignorábamos, y que la pandemia no ha hecho otra cosa que apresurar la crisis de esa enfermedad, obligándonos a ver de una manera cruda, brusca y rápida, todo aquello que las buenas maneras o cómo se le conoce hoy corrección política habían estado enmascarando.

Porque este miedo no es algo nuevo, sino el resultado de la preparación que habían llevado a cabo los medios, y que dio lugar a una psique pusilánime, incapaz de salir por sí misma adelante. Aquélla que de manera ovejuna, iba y ponía sus quejas en derechos humanos o ante las autoridades y se sentaba pacientemente a esperar soluciones. Esa misma que se organizó luego en grupos activistas que nos acostumbraron a sus protestas de destrucción de la inteligencia y del mobiliario urbano como medio de transformación social, y que no es otra cosa que miedo no asumido, expresado como violencia. Miedo expresado en las multitudes enardecidas que de manera cada vez más frecuente linchan a un asaltante.

Por ello no acudiremos a explicar este miedo mediante el discurso de la pandemia, que no es sino una prolongación del discurso oficial, ese que nos encontramos no sólo en los periódicos o en la conferencia mañanera, sino en toda la red. No acudiremos a esta explicación porque no haríamos con eso otra cosa que justificarlo. Si reproducimos sus propias razones, terminaremos también obteniendo los mismos efectos.

Estamos conscientes de que las ideas no producen cambios radicales, sino que reflejan más bien los cambios que se han dado previamente en la realidad social y material. Por esto mismo, el abordaje que vamos a realizar de este advenimiento de la vida virtual será a partir de la idea de que, tanto la pandemia como sus consecuencias, no son más que un mero accidente, una situación contingente y transitoria que expresa un conflicto previo y de larga data, y cuyo origen está en el modo de vida en el cual la enajenación de la persona era desde hace mucho una realidad. Una situación que inició quizás con la introducción de la televisión, pero que tuvo su auge con el advenimiento de la red, a través de su instrumento más poderoso: las redes sociales, de las que no se salva prácticamente nadie.

Por ello, nos centraremos la hipótesis de que el efecto de las redes sociales nos permitirá analizar de manera indirecta ciertos fenómenos que se han dado en la transformación de las relaciones humanas en ésta época. Pues en los hechos, las redes se convirtieron en el medio de acceder a una vida paralela, a una fantasía cómoda y prácticamente gratuita. Podríamos afirmar que en cierto modo, han sido las drogas legales que permiten al esclavo trabajar y vivir sus contradicciones.

Ideas previas que sirvieron de sustento y justificación a este manejo social son aquellas, por ejemplo, de que la ciencia puede arreglar los problemas humanos y que el control puede solucionar problemas como la inseguridad y la violencia. Pero se suele pasar por alto que esas condiciones materiales de violencia, inseguridad e infelicidad fueron las que causaron que la gente no se refugiara en las redes.

Así, se volvió también verdad cotidiana el propósito central de nuestra sociedad: todo es objeto de comercio y quienes tienen la capacidad, lo aprovechan al máximo. Se vende no sólo la mercancía, sino la persona misma convertida en dato, sin importar el daño causado pues la empresa tiene prioridad, al ser la guía y tutora en esta hora tan terrible.

Insistimos en que esto no es algo nuevo: el hecho de que la transición haya sido suave dice que la gente ya estaba acostumbrada a no vivir, a estar enganchada a las redes ,al grado de que la pandemia únicamente legitimó esa existencia absurda en el ciberespacio y la creencia de que la vida ahí es real. Pero aunque el hombre contemporáneo pasó sin apenas notarlo al encierro, esta sociedad encerrada no es causa sino consecuencia de aquel mal modo de vivir propio de la vida a la que nos hemos visto orillados. El espanto actual no es otra cosa que el percatarse de manera directa de los males propios de la manera de vida anterior y de los cuales se podía escapar mediante las fiestas, las borracheras de fin de semana, las marchas, etcétera. Hoy, ante la ausencia de válvulas de escape, ese modo alterado de vivir se ha vuelto en contra del propio individuo y quienes le rodean y se ha desatado de la violencia intrafamiliar con más fuerza, así como los suicidios. Así, las redes sin proponérselo han servido para mostrar qué tan falsas son las relaciones interpersonales pues a través de ellas se han roto y construido otras nuevas cada una de ellas adecuada al tono propio de la red que se utiliza mostrando con ello no una capacidad de adaptación sino una capacidad de modulación de la subjetividad y de la vacuidad de la comunicación. Entre tanto, los males derivados del uso de la tecnología también han venido creciendo y con esto nos referimos a por ejemplo todas esas violencias nuevas que van desde el acoso hasta la desinformación intencional y malintencionada.

De este modo hemos conocido el peor lado de la tecnología: su capacidad de control, sus burdas maneras de encauzar y dirigir el pensamiento y la acción. La configuración de la subjetividad que está realizando, abroquelando al individuo de una manera maliciosa, es deprimente. Esperamos equivocarnos, pero lo más probable es que cuando esta crisis termine nos encontraremos con una sociedad más homogénea, más estúpida, más enajenada y en ese sentido, más fácil de manejar.

Pues lo que se ha perdido no es sólo la libertad, sino todo aquello que era posible gracias a ella: la creatividad, la iniciativa, la protesta ante la injusticia, etcétera.

En este contexto, pareciera que no hay salida puesto que si no estás en las redes no existes, desapareces para todos aquellos con quién alguna vez tuviste una relación y la relación misma se pierde en la bruma de la desmemoria. Quienes nos rodeaban se han visto reducidos a contactos, a textos, a imágenes, y las relaciones que había con ellos tienen la misma naturaleza que los videojuegos. Todos somos gamers y la cotidianidad nos ha vuelto a nosotros mismos seres mutilados, virtuales, y todo aquello que tenía algún valor también se ha vuelto virtual. Ya no somos capaces de ver nuestra pérdida de libertad ni de relaciones plenas porque esto no es algo que Facebook o Twitter informen.

Somos en nuestra conciencia enajenada seres virtuales y en ese mismo sentido fácilmente condicionales por los dueños del poder, sin importar quienes seamos. Un ejemplo claro y reciente es el de Donald Trump, presidente de los Estados Unidos. Vivimos la fantasía del nerd, que hoy tiene la potestad para censurar en este su paraíso virtual, gobernado por el algoritmo y la información arrancada de nuestro cotidiano contacto mediante el dispositivo electrónico. Somos seres virtuales creados por esa fantasía enferma del informático que no se ensució nunca las manos con el mundo y que vivía cómodamente en su sillón y lo disfrutaba cómo lo más natural puesto que era para lo único que le daba su precaria existencia.

Nuestra menguada integridad se ha visto así acorralada y agredida desde todos los ámbitos y la única manera que aparece disponible para salvarnos es la que el propio sistema recomienda implementar través de la red.

Cómo psicólogos nos encontramos pues ante la disyuntiva de qué hacer en una situación donde el mundo parece tener fugas por todos lados, un mundo en donde ya no es sólo la violencia contra la mujer, sino la violencia contra el hombre y la violencia contra uno mismo lo que impera.

Paradójicamente, es este callejón sin salida el que puede permitirnos superar la crisis y ensanchar la esperanza. Ante un individuo pandémico y virtual que se encuentra aislado y en ese sentido sin otra opción que aceptar las condiciones del nuevo juego o convertirse en un misántropo y enloquecer, confirmamos el viejo adagio: Divide y vencerás. Y la solución está precisamente allí: podemos recuperar la utopía no aislándonos y tampoco comunicándonos sólo por las redes y bajo sus condiciones. Y dado que esto no es cosa fácil, hay que recurrir a la invención, la creatividad, la no adaptación a estas condiciones absurdas, el buscar alternativas que no vayan dictadas por aquellos que controlan los medios, por aquellos que tienen el poder económico o material, por aquellos que no teniendo ni uno ni otro se ponen al servicio del mismo para repetir y normalizar algo que no sólo no es normal, sino que al mismo tiempo está destruyendo aquello que nos quedaba de humanidad.

¿Qué tarea le corresponde entonces a la psicología? De entrada podría replantearse su papel normalizador y tomar conciencia de que esa función paradójica se ha invertido: ya no se trata de que la gente acepte su modo de vida, de que funciones, sino de que vea que éste y el anterior eran igualmente absurdos.

El asunto parece difícil pues la creatividad en un ambiente de terror, de miedo, de ansiedad, es algo que parece difícil. Pero si no somos capaces de llevar a cabo la tarea, pagaremos un precio muy alto.

 

 

 

 

 

 

REFERENCIAS

Silva, Ludovico (1986). Teoría y práctica de la ideología. México: Ediciones Nuestro tiempo.

Corres-Medrano, I., & Santamaria-Goicuria, I. (2020). Miedos en una Sociedad Enferma. Revista Internacional De Educación Para La Justicia Social, 9(3). Recuperado a partir de https://revistas.uam.es/riejs/article/view/12121

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