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IDENTIDAD DE GÉNERO Y DESIGUALDAD

Por Claudia Nohemí Plata Balderas

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Por Claudia Nohemí Plata Balderas

Pese a los avances alcanzados en materia de igualdad y equidad de género, en algunos contextos sociales prevalecen creencias respecto a la superioridad del hombre en relación a la mujer; situación que se proyecta en los ámbitos familiar, educativo, laboral, religioso, entre otros.

Pudiera señalarse que el origen de esto comienza en el seno familiar en donde se conforma la identidad de hombres y mujeres de manera diferenciada no sólo en la asignación de roles, sino también en los estereotipos que determinan el comportamiento que se espera de unos y de otras. Y es que la historia señala que desde el principio de la humanidad, conforme los seres humanos fueron estableciendo comunidades la organización fue necesaria para el logro de la supervivencia; de ahí que mientras el hombre desempeñaba labores fuera de la “cueva” (caza y pesca), la mujer permanecía en ella a cargo de los cultivos, la crianza de los hijos e hijas, así como la preparación de alimentos y otras actividades que fueron dando sustentabilidad al grupo. Esta asignación de tareas automáticamente colocó al hombre en el ámbito público y a la mujer en el ámbito privado y para la edad media la mujer era vista como un ser frágil, carente de autonomía y ávida de protección, en donde el primer tutor era el padre y quien dejaría de serlo una vez que esta fuera desposada para pertenecer a alguien más, el esposo.

De Beauvoir (1985), filósofa existencialista y feminista destaca que la feminidad es un producto cultural construido socialmente, en donde la mujer va incorporando a su existencia todo aquello que se espera de ella, siempre en relación a los otros, es decir, ser la hija de, la mujer de, la madre de, entre otros. En el terreno personal la mujer es confinada a aprender la mesura, la fragilidad, el temor, el silencio, el amor incondicional y la dependencia. De modo que se concluye que “no se nace mujer, se llega a hacerlo”.

Por su parte, Iniciarte (1994) refiere que el hombre ha sido valorado por lo que hace y la mujer por lo que es, rindiendo pleitesía a la inacción vista como una virtud en la mujer y asegurando que cuando no se cumple con ese patrón, es decir, si da muestra de inteligencia y decisión, el hombre se asusta y la percibe como una mujer que “huele a hombre” y en lugar de amor, desplaza sentimientos de amistad y admiración.

La religión, también ha jugado un papel importante en la conformación de la feminidad y la masculinidad. San Pablo recomienda en una de sus cartas a los creyentes de la época (Efesios), que las mujeres muestren recogimiento y discreción, fundamentando en el Nuevo Testamento el principio de la subordinación de la mujer: “Así como la iglesia está sometida a Cristo, así sea sumisa en todas las cosas la mujer al marido” y en otro pasaje más reitera “El hombre es cabeza de la mujer, del mismo modo que Cristo es cabeza del hombre”. En este mismo sentido, Horney (1989) refiere que existe un sentimiento de desconfianza entre los sexos y que una de las razones es la interpretación que se hace al episodio de la tentación de Adán, en donde al ceder a la petición de Eva de comer del árbol de la sabiduría, se le atribuye a esta el papel de tentadora sexual y culpable de la desgracia del hombre.

En lo que respecta a la educación, allá por el siglo XVIII las costumbres dictaban que la mujer debía recibir una preparación somera, negándosele la instrucción y la cultura, quedando sólo dos alternativas: casarse o ingresar a un convento, cuando se optaba por la primera, la premisa era adiestrarse para ser una buena esposa que brinde satisfacción y plenitud al varón; el factor común en las dos opciones, es la de servir y velar por el bienestar de los otros. Una vez que las mujeres logran acceder al terreno educativo prevalecía la desigualdad, ya que la elección de las carreras continuaba atravesada por los estereotipos de género, pues generalmente las mujeres ingresaban a carreras dedicadas al servicio y cuidado de los demás (trabajadoras sociales, psicólogas, educadoras, enfermeras), contrario a las carreras asignadas a los hombres en las que se detenta el poder y dominio sobre los otros (abogado, médicos, arquitectos).

La presencia del hombre en la sociedad se da por hecho como algo natural, de modo que ha sido visibilizado de manera contundente, no así en el caso de la mujer a quien toda determinación le ha sido imputada con limitación y sin reciprocidad. Ejemplo de ello es el uso del lenguaje, en donde se asume que al referirse a un grupo de personas en masculino se incluye a las mujeres por default, sin embargo en la experiencia de las mujeres aún existe dificultad para visibilizarse y nombrarse; como alternativa para contrarrestar lo anterior se presenta el uso del denominado lenguaje incluyente que representa para muchos una aberración gramatical, sin embargo bien puede ser un primer ejercicio para la constitución de la autonomía femenina.

En las primeras experiencias de la mujer en el ámbito laboral, predominaba la diferencia en los salarios y jornadas de trabajo, bajo el argumento de que las necesidades de una mujer eran menores comparadas a las de los hombres. Los avances en este aspecto se debieron a la lucha incesante de mujeres que desafiaron las estructuras sociales establecidas, durante el Renacimiento nobles damas y mujeres de inteligencia suscitaron un movimiento a favor de su sexo en la búsqueda de la justicia en la igualdad. Con la aparición del movimiento feminista se dio inicio a la lucha por el ejercicio de los derechos humanos y la resistencia no se hizo esperar mediante discursos galantes en donde se planteaba que era por amor a las mujeres  que no se les permitía votar por ejemplo, debido a que esto provocaría la pérdida de su encanto.

Con este recorrido por el tiempo y los diferentes ámbitos que constituyen la sociedad, queda claro que las mujeres carecen de pasado, historia y religión propios; que aún viven dispersas en un contexto que sigue reforzando la supremacía masculina y perpetuando la violencia cuyo origen radica según Ramírez (2007) en la desigualdad de poder implícita en las relaciones entre hombres y mujeres. Aunado a lo anterior De Beauvoir (1985) plantea que “no es la inferioridad de las mujeres la que ha determinado su insignificancia histórica, sino que ha sido su insignificancia histórica lo que las ha destinado a la inferioridad”.

Es innegable que el papel de la mujer en la sociedad ha ido evolucionando y que la brecha de la desigualdad ha disminuido considerablemente, aunque no en todos los contextos, por ello es necesario que se modifique la forma en la que se educa y acompaña a hombres y mujeres en la constitución de su identidad, forjando desde el principio la igualdad entre los géneros como algo natural, desde las pequeñas acciones dentro de la dinámica familiar, promoviendo la participación y la toma de decisiones igualitaria, fomentando el ejercicio de la autonomía desde temprana edad, educando en el respeto al cuerpo del otro, dando paso a relaciones saludables.

 

 

 

Referencias

De Beauviour, S. (1985). El segundo sexo. Buenos Aires: Siglo Veinte.

Horney, K. (1989). Psicología femenina. México : Alianza Editorial.

Iniciarte, E. (1994). El machismo galante. México: Plaza y Valdés Editores.

Ramírez, A. (2007). Violencia masculina en el hogar. México: Editorial Pax México.

 

Diplomado en Psicología Clínica

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