Muerte y deseo, realidades paralelas

 

Por José Landa

Por José Landa

Eros y Thánatos, amor-vida, deseo y muerte, han sido temas eternos en el arte. No hay un pintor, un músico, un poeta, que no haya abordado el asunto en cuestión desde cualquier perspectiva. Durante el período romántico ambos fueron preocupaciones capitales de artistas y espectadores, cosa que después pasó a segundos planos aparentemente; “aparentemente” porque en el fondo, aun no queriendo tocarlos, de manera indirecta terminan formando parte del cuerpo total de una obra.

La comedia y la tragedia son hijas del amor y la muerte. En esencia, la primera viene a representar el amor por la vida; el deseo es constantemente ovacionado o vituperado, motivo de historias ridiculizantes mientras, por otra parte, la segunda –la tragedia– promueve una atención especial por la muerte, el dolor material e inmaterial, permite pensar en una especia de amor a lo fatal. Antes de pasar al plano artístico, tanto la una como la otra estuvieron vinculadas con la necesidad religiosa de mujeres y hombres; por su parte, el antecedente más antiguo de la comedia habla de una expresa alegría ceremonial debido al nacimiento de una persona y a la fertilidad de la tierra; a su vez, la tragedia, vinculada en los estudios más comunes con Dionisos –bella deidad del vino– y las orgías tiene su lazo más sólido con la tristeza –Nietzche, en El nacimiento de la tragedia habla de una tendencia hacia la depresión entre los griegos del siglo V a.C.–,  estudios sobre el tema ponen en duda la cualidad orgiástica de los homenajes a Dionisos, refiriéndose más bien a celebraciones puramente religiosas. Lo anterior significa que, si se opone la alegría cómica a la tristeza trágica, la presencia de la muerte en la tragedia tiene su lógica pues, tal como es costumbre en la herencia cultural de occidente, la muerte conlleva dolor emocional en quienes sufren la ausencia del difunto, en tanto otras culturas dan gracias por la feliz trascendencia del muerto a otra vida mejor.

Hay, entonces, una distancia demasiado corta entre vivir y morir, una cosa le da sentido a la otra. En psicoanálisis frommiano se habla de necrofilia –amor a la muerte– y de biofilia –amor a la vida– como oposiciones. En el caso de las personas, la necrofilia es un síntoma negativo, permite pensarse en un enfermo o en alguien con tendencias suicidas u homicidas; en la tragedia como arte no es aplicable, dado que no importan los motivos psicológicos que llevaron a Esquilo, Sófocles o Eurípides, a concentrarse en esa forma dramática y no otra. No significa de ninguna manera que se tratara de un trío de necrófilos pululantes: simplemente eligieron el género porque consideraron encontrar en él los elementos indispensables para inventar, expresar y reflejar su propia sociedad y sus propios intereses  literarios. Además, debe tomarse en cuenta que la muerte, pese a ser distinción importante de la tragedia, no es el único elemento que la compone; en este sentido, es necesario juzgar la presencia de la muerte desde un punto de vista básicamente estético.

Se hace referencia al tema en cuestión de diversos modos, incluso sin nombrársele el receptor puede saber que ella –o él– está presente, su nombre no es necesario porque, seguramente, (aunque recordar esto ya es un cliché) Huidobro tuvo razón al sugerir “no habléis de la rosa, oh poetas, hacedla florecer en el poema” y lo mismo ocurre con cualquier otro motivo, puede hacérsele vivir en el poema y matar con él. Por esto, no son gratuitas las metáforas homéricas como “y la noche cubrió los ojos del guerrero”, o bien “las tinieblas cerraron los ojos del guerrero”.

Dentro de la poesía, no puede menos que recordarse la enorme cantidad de poemas donde la muerte es el eje central del texto o, al menos, uno de los tres, cuatro, cinco o más pilares temáticos que lo formen. Ahora nadie imagina La ilíada sin los decesos de Patroclo, Héctor y Aquiles. La muerte bien puede ser tocada como cosa abstracta –aquello que apenas puede tocarse por medio de la subjetividad de la poesía–  o como cosa concreta: un mero deceso, la desaparición de un ser amado, odiado o simplemente desconocido. No pueden pasarse las Coplas a la muerte de mi padre de Manrique, donde la muerte es comprendida como –válgase la paradoja– la existencia de una ausencia, la presencia de un dolor, ese dolor que en budismo mahayana se explica como consecuencia del excesivo apego a lo material; la muerte del ser amado  Coplas a la muerte… se plantea como representación de un vacío espiritual y carnal, pero también es el eslabón entre el pasado y el presente del hijo –como personaje poético, emisor ficticio que por supuesto no representa necesariamente al poeta– que lamenta la no presencia material del padre, es el vínculo entre el mismo hijo y el amor, otro amor que puede trascender la muerte mientras haya memoria amorosa  en alguien vivo.

Como tantos otros, Cortázar creía injustas las ceremonias al cuerpo o el nombre del escritor una vez muerto; tal parece que la muerte, cuando es evocada o invocada de manera correcta puede otorgar vigencia, permanencia a la obra donde se le evoque, en tanto que al autor le regala eternidad de nombre, de palabra, cosa irónica; salvo cuando se le nombra de manera incorrecta y entonces, lejos de estimular el ego de la muerte (esa palabra,  esa realidad) la enfurece al grado de castigar al osado con olvido y desinterés en la mente y los sentimientos de quienes quedan vivos.

Vivir y morir. La muerte puede proporcionar vida a una obra o a un autor. Por ejemplo, nadie se imagina a Villaurrutia sin sus nocturnos, su Nostalgia de la muerte, o a Gorostiza sin Muerte sin fin.

 No obstante el acto de morir no sólo se toca con amor discreto sino también con pasión, con exceso, no pueden soslayarse los textos de Sade, los vínculos entre el deseo, la pasión y la muerte. Morir se vuelve un acto de placer producido o sentido: se goza hasta el último momento, el último respiro de vida puede ser un orgasmo. Los once mil falos de Apollinaire, talentoso discípulo de la obra sadiana –y sádica, aunque suene redundante– significa un homenaje al placer de originar muerte, de matar sintiendo placer y morir disfrutando. Es el caso de un oriental decapitado mientras un europeo lo sodomiza, o la terrible escena donde un niño muere tras de haber sido violado. Sade y Masoch, oposiciones y complementos le dan otro giro a la muerte.

Hay evidentemente un amor que hace acto de presencia junto a la muerte. En este sentido y, sin perder de vista a los españoles, también resulta inevitable nombrar el Amor constante más allá de la muerte, de Quevedo, donde se sugiere un amor que, como ya se dijo, puede permanecer al igual que la muerte, una eternidad del amor paralela a la eternidad de la muerte, o bien una Eternidad del polvo –la vida, la vida-muerte– a la manera de Elías Nandino recordando el último verso de Amor constante más allá de la muerte: “polvo serás, mas polvo enamorado” (Quevedo).

 

 

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* Psicólogo, comunicólogo, escritor y editor. Mtro. en Psicología Clínica Cognitiva Conductual, licenciado en Psicología y en Ciencias de la Comunicación. Maestrando en Criminalística, Criminología e Investigación Criminal.

Autor de 18 libros publicados en México, España, Guatemala y Canadá, algunos traducidos al francés y portugués. Ganador de numerosos reconocimientos, como el Premio Internacional Ciudad de Alcalá (Madrid, 2020), Premio al Mejor Producto de Comunicación (Consejo de Ciencia y Tecnología de Tabasco, 2020), beca del Programa Edmundo Valadés como editor (FONCA, 2014).

Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte (SNCA), un programa de élite del gobierno federal que patrocina a artistas con amplia trayectoria.   

Diplomado en terapia infantil

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