Durante mi práctica profesional como docente, a menudo me enfrento a lo que pareciera ser indisciplina en el aula, a un salón con ruido, con plática, con risas, con cosas que asustan a otros profesores, y cuando observo a otros docentes, exponiendo temas ante grupos que en silencio permanecen sentados en sus sillas, no puedo evitar pensar que no quiero eso en mis clases, que no quiero ser ese tipo de maestro.

Hace algunos años, como profesor en una de las instituciones educativas más importantes del país, me enfrenté a una pregunta que es común entre profesores:

¿Cómo les fue a tus alumnos en su examen?

Mi respuesta fue:

Bien…

Antes de que pudiera decir otra cosa, la maestra en cuestión ya me estaba preguntando otra cosa:

¿Cuántos reprobaron?

Mi respuesta fue:

Tres o cuatro…

Antes de que pudiera decir otra cosa, la misma maestra ya me estaba acusando:

¡Qué barco!

Decidí quedarme callado y no discutir el tema. SI algo nos distinguía a ella y a mí, era la dinámica que se llevaba a cabo en nuestras aulas. En la suya, todo era silencio, los alumnos sentados, ella al frente exponiendo el tema. En la mía, alumnos de pie, alumnos hablando, yo mezclado entre ellos.

Siendo una materia como lo es el inglés, para mí era importantísimo que los alumnos hablaran, se comunicaran, utilizaran ese idioma que estaban aprendiendo.

En más de una ocasión, me tocó observar que la maestra pasaba por el pasillo y se tomaba su tiempo para observar lo que sucedía en mi salón, seguramente no escuchaba nada de lo que pasaba, pero veía aquel “desorden” en el que para ella supongo sería imposible generar un proceso de enseñanza-aprendizaje.

Yo hice lo mismo algunas veces, al pasar por su aula, observé lo que sucedía, observé la tranquilidad con la que ella presentaba sus temas y cómo en algunas ocasiones se dirigía a los alumnos, amenazante, gritando, amenazando, etc.

Al parecer le funcionaba para mantener el orden, después de todo, ¿Quién quiere sufrir un castigo en la universidad?

Pero yo me preguntaba: ¿Qué tanto aprenden sus alumnos? Y sí, en algún momento llegué a dudar de estar haciendo yo, lo correcto.

El tiempo se encargó de darnos una hermosa lección, al menos para mí lo fue, supongo que para ella no tanto. Sucedió que tuvimos que aplicar examen y que como era costumbre en esta universidad, los maestros estaríamos aplicando examen a alumnos que no eran los nuestros.

Sucedió que ella cuidó mi grupo y yo cuidé el de ella. Al terminar la hora del examen, se me acercó a entregarme los exámenes y cuando estiró su brazo para dármelos, le dije: Califica tú los de mi grupo, yo calificaré los del tuyo.

Estaba yo intrigado por saber si al cuidarlos yo, quizás permitía que copiaran, o sí al calificarlos, no era tan estricto con los errores, en fin, me preguntaba muchas cosas.

Tras calificar sus exámenes, observé un peligroso y aterrador 40% de reprobados, es decir, aproximadamente 13 de los 32 alumnos.

En ese momento pensé qué haría yo si fuera mi grupo y cómo me preocuparía esa situación.

Al otro día, cuando entregué sus exámenes, me preguntó cuántos habían reprobado, y yo con una expresión de sorpresa, le dije que 13, me miró y me dijo: de tu grupo reprobaron 3.

Sólo dije: ¡Qué bien!, ¡Muchas gracias!

Me alejé pensando que el Conductismo que ella manejaba en el aula, podría ser muy bueno para mantener la disciplina, pero que definitivamente, para lograr el aprendizaje, no estaba ayudando mucho, me sentí feliz, porque mis alumnos obtenían mejores resultados.

Un método más práctico, más humano, menos represivo, desde mi perspectiva lograba mejores resultados en la meta de una institución académica de prestigio.